7.3.11

Martín López-Vega: Adulto extranjero

Ella era una muchacha aseada a la que no le faltaban ofertas de matrimonio, así que a su madre se le rompió el corazón cuando se casó con José Alberto Fonseca, un atracador de gasolineras conocido en la comarca por su temperamento inmoderado. Cuando el hombre murió, a la madre le chocó que no fuera a causa de una reyerta o un tiroteo, sino de viruelas.

Desde entonces, y ante los continuos galanteos, la muchaha ya señora se escuda en el luto y piensa: ¡Con lo limpia que una duerme sin hombres!, haciendo de un verso de Jorge Gimeno una forma de vida.

En la cantina hay consenso: la señora está muy pero que muy bien para su edad.

El panadero le ha traído El hombre sin atributos, la Antología de poetas murcianos de Raimundo de los Reyes y Adulto extranjero, de Martín López-Vega. Este último parecía el más ameno, así que lo lee mientras acaricia a su gato (cuyo nombre es José Alberto Fonseca, más por falta de inventiva para bautizar mascotas, debe reconocerlo, que por exigencias del luto).

Adulto extranjero, dice el asturiano. El libro es el viaje de alguien enamorado de viajar y muy probablemente, al menos por momentos, enamorado a secas. ¿Puede ser rococó lo que se afirma sin énfasis? Sophia de Mello aseguraba que la poesía es una moral y que su biografía estaba en su obra. López-Vega suscribiría ambas cosas para luego desdecirse en sus poemas: se ríe de la moral (escribe follar cuando lo que en verdad quiere decir es follar) y hace de sus peripecias poemas, no biografía. Porque a la señora que está muy bien para su edad nunca le han robado la ropa mientras se bañaba con un hombre, y menos con José Alberto Fonseca, pero la escena le resulta familiar de esa forma rara que mezcla un recuerdo de juventud y varias fantasías (nunca admitiría que el panadero le hace tilín).

Déjame, Sentido, no me des distancia ninguna
para mejor ver, quiero sólo guardar
lo hermosa que fue la noche que nos robaron todo.

Le parece que el libro incluye algún poema prescindible (Instrucción para la elaboración de colores para la pintura, Epifanía de la poesía, por ejemplo), pero no puede decir que sean peores porque disuenen del resto, sino porque ella ve las cosas de otro modo. Virtud de la poesía confesional: un orzuelo de estilo pueden ser también presbicia del ojo lector. Relativismo, se dice, pero algunos días una necesita volver a lo seguro, aunque sea en forma de inseguridad concienzuda, de tanteo implacable. Ciudades que no ha visto, amores que le son ajenos, todo se le hace cercano porque así está escrito. La profilaxis de otros poetas es aquí lubricidad. La nostalgia envasada al vacío que llena sus estanterías es en Adulto Extranjero un himno al presente. Mientras otros jóvenes (jóvenes comparados con la señora que está muy bien para su edad) proclaman la tentación del lenguaje, Martín López-Vega busca la intensidad en las cosas: los periódicos, las sillas, ciertos recuerdos que siguen ahí.

Y una acaba queriendo más, sintiendo mejor. Ay, el panadero, el único hombre de Hombre lento que si supiera, si quisiera…







28.2.11

Amigos del alma, pero lo justo

John Ford: Dos cabalgan juntos (1961)

-Bueno, qué vas a tomar, ¿una cerveza?
-Sí, claro, tomaré la tuya. Salud.

Bembaré (y su cuchillo) vino a Hombre Lento hace no más de unos años. El mismo día de su llegada, según las crónicas de Patio de vecinos (el noticiero municipal), tuvo un pequeño altercado con el chaval que cree que canta bien. Ya se sabe que las lenguas a menudo se salen de las bocas, pero algo en verdad debió de ocurrir cuando todos recuerdan la efeméride: precisamente hoy, día equis del mes tal. Según se dice, decía, se enzarzaron en una brusca discusión sin motivo previo y, lo que resulta más insólito aún, sin mediar palabra: sólo a través de miradas torcidas, aspavientos desafiantes, resoplidos que quedaban flotando unos segundos en la inquietante atmósfera de la cantina. Como el código era difícil de interpretar para quienes contemplaron la escena, nunca en el pueblo se supo quién ganó ni con qué secretos argumentos, pero lo cierto es que desde entonces entablaron una atípica amistad, que manifiestan sin pudor en público discutiendo y abrazándose alternativa, compulsivamente. De eso se habla hoy.

A mí me recuerdan a los personajes de James Stewart y Richard Widmark en Dos cabalgan juntos: un sheriff ocioso y corrupto junto a un militar disciplinado que se ven obligados a un delicada tarea: pactar con los comanches la devolución de niños y mujeres tiempo ha cautivos. Por encima de la anécdota y sus tópicos (que nada tienen que ver, según mis informes, con Bembaré y el chaval), el modo en que dos hombres virilísimos se entienden y cuidan me parece enternecedor: ni una muestra de cariño a pesar de la admiración profunda y mutua (“Haces un café realmente asqueroso, Jim”). Y esas insolencias a modo de casi cumplidos acaban contagiando de humor las situaciones más tensas y comprometidas. Ese es el espíritu: incluso en los momentos de la misión en que se juegan la vida, nunca un chiste, nunca una tomadura de pelo resulta impertinencia. ¿He dicho un chiste? No, desde luego que no. Me refiero al tono, a su actitud, a la comicidad innata a toda tragedia, a ese modo que tenemos los humanos de quitarle importancia a lo que, bien pensado, tampoco la tiene: la desgracia, el peligro, el miedo, los males de amores, la precariedad, etc. Como dicen en Hombre Lento, “todo tiene remedio menos la muerte”. Y tampoco la muerte es tan sagrada como para no aceptar una buena sarta de burlas. Pues eso: qué sería del western, esa épica contemporánea, sin la asistencia continua de episodios irónicos, por no decir disparatados. Y si dos se echan juntos a los caminos jugándose el pellejo, habrá tantas ocasiones para el insulto y la amenaza como para brindar con cerveza hablando de negocios y mujeres que... En fin, ya no se hacen hombres como los de antes.

Así entendido, Bembaré (y su cuchillo) y el chaval que cree que canta bien se tratan como deberíamos tratarnos todos. Quiero decir: ¿por qué celebrar una efeméride de algo que debiera ser cotidiano? ¿Alguien ha escuchado que se celebre el día mundial de la respiración, o el día mundial del color amarillo, o el día mundial de la rotación terrestre? Definitivamente los raros son los otros.




18.2.11

Nacho Vegas: La zona sucia

Desde que el panadero se lo trajo de la ciudad, el chico de la bicicleta ha estado escuchando el nuevo disco de Nacho Vegas, La zona sucia. Siempre ha tenido una querencia especial por sus canciones; sin embargo, este último disco le está decepcionando. Y se lo ha comentado en el bar a su amigo, el calvo vocacional:

ECB: Hay algo que no comprendo bien de este disco. Para empezar, la música es neutra, casi anodina. Está desajustada. Ni hace más intenso el texto, como ocurría en Cajas de música difíciles de parar, ni acaba de encontrar melodías que permanezcan, como en El tiempo de las cerezas o El manifiesto desastre...

ECV: Sí, se ha peralizado un poco, ¿no?

ECB: Hombre, ya que dices lo de Perales, me da por pensar en esas jaurías de niños que hacen coros en el disco: ¡tres canciones seguidas! Parecen buscar la inocencia, la redención, pero más bien provocan neurastenia… (Por cierto, en «Lo que comen las brujas» te juro que un crío grita «Hala Madrid»…). Toda la producción me parece confusa, los instrumentos se apiñan sin permitir detalles, ni matices... Como en «La gran broma final»: era una canción acústica casi perfecta y se ha convertido en no sé qué forma de planicie épica (a pesar de la letra…).

ECV: Al escuchar un disco nuevo de alguien a quien se sigue, uno siempre se debate entre el placer (y el rechazo) del descubrimiento y el placer (y el hastío) del reconocimiento. En este disco los segundos quizá pesan más que los primeros. Yo creo que sigue manteniéndose más o menos equidistante de esos dos polos, y no me negarás que tiene buenos momentos… «La gran broma final», el eco de Foster Wallace y las alusiones a Loriga…

ECB: Bueno, hay momentos, sí. Pero casi todas las canciones ganarían con una estructura más discreta, donde la producción no hundiese la emoción… Aunque lo peor sea esa sensación de monotonía, falta la angustia de antes, el modo en que las canciones amenazan con descubrirte algo que no quieres. Eso que me atrae de NV.

ECV: A mí la angustia me angustia un poco, la verdad. Y no entiendo por qué ha dejado fuera Marquesita, esa canción en la que aullaba amor.

ECB: En eso estoy de acuerdo. NV tiene una forma sinuosa de gestionar su talento: deja sin grabar canciones excelentes («El fulgor»), convierte otras en caras B («Mi Marilyn particular», «Al final te estaré esperando») y, en cambio, incluye en sus discos algunas naderías («Lole y Bolan», «Perplejidad»)…

ECV: Yo creo que no ha perdido el don de la autocrítica, o sea, la capacidad para no gustarse siempre, como le ocurre a Calamaro…


[Nacho Vegas se explica aquí]




Nacho Vegas: La zona sucia (Marxophone, 2011)

15.2.11

Males del cine español

La democracia ha encontrado en el sistema de prejuicios de lo políticamente correcto la máscara perfecta para el totalitarismo al que reemplaza. Así, algunos de los defectos tradicionales del intelectual (el arribismo, la autocomplacencia, el exhibicionismo) son ahora esgrimidos como virtudes por la varita mágica de lo correcto. Actores y directores aparecen a menudo en manifestaciones y campañas políticas con el mismo argumento: ofrecen su cara por una buena causa. En algún caso puede ser así, pero a menudo parece lo contrario: escudan tras esas causas la necesidad de verse en pantalla.

El hijo de Blas ha visto con frecuencia cómo se reparten nominaciones y premios entre películas de corte social. Lo que le molesta no es sólo que se valore la intención de las obras y no las obras en sí (es decir, que se confunda buena voluntad con excelencia artística), sino la sensación de que los directores utilizan esas causas en su propio beneficio. Aunque las denuncias sean respetables, con ellas se desvirtúa, al mismo tiempo, el cine y las injusticias.

Tras décadas de producciones sobre la guerra civil —que responden a la necesidad de hacer justicia más que a la de hacer cine— vivimos en la era del cine social: paella mixta de feminismo cósmico y palotismo de autor (Caótica Ana/ Habitación en Roma), trilogías paupérrimas (Barrio/ Los lunes al sol/ Princesas), manipulación emocional (Mi vida sin mí), panfletos pacifistas (La vida secreta de las palabras), violencia de género (Te doy mis ojos), etc.

Si a todo ello sumamos el provincianismo endémico, piensa el hijo de Blas, no sorprende la situación actual: paseo de las estrellas en Valencia, gala de los Goya, concepción del cine como industria, salas vacías, acoso a internautas, colectivos que hacen de la necesidad victimismo para exigir su cuota de ayudas directas.

El didactismo, la militancia y el predicamento que en otro tiempo despachaban los curas ahora lo administran los directores de cine, piensa el hijo de Blas. Últimamente, va al cine cuando puede escuchar la voz de los actores y se lo descarga cuando la película que quiere ver sólo se proyecta doblada. Así que a menudo sólo puede ir a ver cine de aquí, es decir, cada vez va menos al cine. La pregunta no es cuánta gente ha dejado de ir al cine por culpa de las descargas, sino qué porcentaje de esas descargas se corresponde con cine español.
[Otros puntos de vista aquí]

9.2.11

Ojos verdes contra ojos azules

Sergio Leone: Hasta que llegó su hora (1968)

-Te dije que sólo los asustaras.
-El que muere se queda muy asustado.

El chaval que cree que canta bien viene cantando. Aunque tengo mis dudas; no me atrevería a jurar (por Juan Carlos Abril) que eso, estrictamente, es cantar: con la nuez botándole al tiempo que gira sobre sí misma, produce una mezcla de aullido de loba y frenazo de tren. El aire sale aturdido por ese chirrido atroz que a él (sin perspectiva acústica, sin novia que le corrija y sin embargo) le suena astral.

Aunque tiene una buena coartada para hacer el ridículo así: no está cantando, intenta emular el silbido de una armónica (ese tipo de psicodelia para todos los públicos que aprendió del maridaje Leone-Morricone, auténticos fundadores de una América ficticia). Recuerda un duelo entre Charles Bronson y Henry Fonda, ojos verdes contra ojos azules, donde una armónica se demora en un monólogo interior sólo interrumpido por un único y certero disparo final, tras diez minutos de tiempo congelado. Pues bien, eso está recreando interiormente, pero como no tiene con quien batirse, ha de hacer las veces de antihéroe bueno, antihéroe malo, director, BSO y público: cuando decide que ha acabado abre la boca y emite una ovación sorda.
Pero ya sabe uno cuán caprichosamente procede la imaginación, que una cosa lleva a la otra y… La Cardinale sudando carne en un catre con el tirano Frank (ahí es el tirano), la Cardinale entre espumas y agua caliente en presencia de Armónica, el atormentado (y ahí es el atormentado), la Cardinale repartiendo agua fresca a una hueste de obreros (eso le lleva más tiempo: se ha propuesto ser, uno a uno, todos los obreros), la Cardinale. Cuando en un momento de intimidad un amante repentino le pregunta si le gusta la vida, ella lanza su boca húmeda y esponjada como única respuesta; “Eres una víbora”, y entonces gime otro poquito casi apagadamente. Ay, qué belleza impura entre tanta impureza.

Por dónde iba. Se queda detenido, rememorando escenas: escucha el rumor del mar en un charco de lodo, especula con los silencios y las miradas, pone caras y escupe para resultar sucio y feo pero arrebatador, prueba a declamar a dos voces algo que lleva años esperando poder soltar sin que hasta el momento le haya surgido la ocasión:

-He tenido mucho cuidado, no puede haberme seguido nadie. Eso es lo primero que he aprendido trabajando contigo: escuchar como si no viera y mirar como si no oyese.
-Pues aprende también a vivir como si no existieras.

Etc.

En fin, ha resultado un bonito paseo por los desiertos de Almería y EEUU, pero ya se hace tarde. Debe volver a la realidad: ha quedado en media hora para contar canicas con su abuela, que no se halla. Y ahí va, enfundando con maña su revólver invisible. El chaval que cree que canta bien.

3.2.11

La plaza del pueblo, el mapa del mundo

El abuelo socialista posee dos mitos que le ayudan a mantener estable la realidad: el Pueblo y el Progreso. Aunque hace cierto tiempo que su segundo mito le causa inquietud. Sí, le gusta internet, compra libros desde el pueblo, ve partidos del Sporting, está al día de los entierros –acumulados ya– de otros que le acompañaron en su tiempo de emigrante. Pero le angustia ese modo de exposición, de vida retransmitida que proporcionan tantos artilugios que no sabe usar ni pronunciar (¿fraifud? ¿yusuf?). De repente, las cosas se dicen, se ven, se comentan cuando aún no se han completado. Se esparcen las imágenes: lo que veían diez es ahora la visión de miles. («El juicio a partir de las imágenes, nunca el juicio de las imágenes», piensa el abuelo socialista, recordando una escena en el libro de Peter Handke sobre Yugoslavia, tan incómodo en sus dudas). La denuncia se amplifica igual que la habladuría.

Piensa en esto después de leer la «polémica» -esa palabra mangoneada, piensa el abuelo socialista- sobre los chistes «desacertados» de un director de cine, Nacho Vigalondo, al que conoce poco (véase aquí). Tampoco a él le parece que el Holocausto sea un argumento apropiado para el humor. Sin embargo, le inquieta cómo se construye esa «noticia». Hay una frase equivocada ante un público, como el día en que el alcalde se ciscó en el concejal de festejos. Entonces vienen los artilugios, y los comentarios de comentarios, distribuidos y reenviados después, resumidos y recortados al final, sintetizados en artículos que sintetizan artículos. Y la gente habla a partir de ahí, no vuelve al principio, no pondera: sólo repite, reformula, adapta. Y comienza el linchamiento de oídas.

No, el abuelo socialista no sabe muy bien qué hacer con su mito.


















[Tira del hilo aquí y aquí]

1.2.11

Christian Bobin: Autorretrato con radiador


El bedel gordito tiene una noticia buena y otra mala. La buena es que ha conseguido una cita con la señorita Gladys el próximo domingo. La mala es que la cita es en la iglesia: van a ir juntos a misa de once. El bedel gordito, que no va a misa desde 1983, creía que la señorita Gladys no era religiosa porque es atractiva y hasta voluptuosa. La verdad, piensa ahora, es que una cosa no tiene nada que ver con la otra.

Cuando algo le preocupa, el bedel gordito llena su cabeza de preguntas reflejo, es decir, de preguntas ajenas a su preocupación: ¿Por qué los políticos del PP tienen canas en la barba y el bigote pero no en la cabeza? ¿Por qué todos los travestis miden más de uno noventa? Cosas así, agradables.

Para resolver el dilema de la religiosidad de la señorita Gladys (y las posibles consecuencias que esto pueda tener en sus expectativas eróticas), el bedel gordito acude a casa del abuelo socialista, hombre versado en letras y en asuntos de mujeres. Pero el abuelo socialista está ocupadísimo viendo un partido del Sporting y en vez de darle consejo le da un libro: Autorretrato con radiador, de Christian Bobin.

De vuelta en la conserjería, no sin cierta reticencia, el bedel gordito ojea al azar el libro. Breve, se dice, bien. Y lee: Lo contrario absoluto del amor es la necedad. ¡Vaya! —piensa el bedel gordito, si es que en verdad las interjecciones pueden pensarse. Luego recoloca su cojín de sarga, respira hondo, se arrellana en la butaca, sigue leyendo: No entregar nuestro corazón a los fantasmas. Los fantasmas no son los muertos, por supuesto que no, son los vivos cuando se dejan envolver por los vendajes de sus preocupaciones. El bedel gordito carraspea, traga saliva, pasa de golpe cincuenta páginas: Cuando uno está totalmente solo, otra soledad se despierta enfrente, el vínculo se establece.

Está sudando, se siente desfallecer. No sabe si está triste o alegre, pero suda y le pesan las piernas. ¿Es fiebre, lo que tiene el bedel gordito? ¿Es amor? ¿Debe interrumpir inmediatamente la clase de química de 3º C para comunicarle a la señorita Gladys que su soledad, la de él, la de ella, la de quien sea, es un fantasma absoluto pero también un vínculo, unos vendajes, un radiador? ¿Debe volver a la casa del abuelo socialista a pedirle explicaciones? Abre el libro de nuevo y lee lo primero que encuentra: No busques el amor de los que no te aman. Tampoco busques el amor de los que te aman. No busques nada —o en todo caso “eso” no. Fundido a negro.

Se despierta confuso, como si volviera de un sueño muy breve y muy profundo. La señorita Gladys tiene la mano en su frente, le parece que esa mano está muy fría. O la confusión le engaña, o la señorita Gladys le está abanicando las mejillas con el libro de Christian Bobin.

—¿Qué le pasa? —en su voz hay un esperanzador timbre de alarma— ¿Se encuentra usted bien?

*Autorretrato con Radiador, Christian Bobin [Árdora Ediciones, 2006]. Trad. José Areán.
*Christian Bobin.

28.1.11

JM Coetzee: Verano

El turrante sentimental es alguien de costumbres, aunque preferiría no serlo. Es cierto que ya se conoce, pero no tanto como debiera, así que lo suyo acaba siendo un ir y venir entre la insistencia y la resistencia. Aunque cada cierto tiempo borra teléfonos costumbristas -exnovias, examigos, examantes, procuradores-, al final siempre se descubre llamando o escribiendo o hablando según su costumbre, produciendo una frase donde reaparece, con la fijeza de un horario europeo, aquella persona que el turrante sentimental juró no buscar otra vez. (La frecuencia de las costumbres aumenta en los días de resaca, pero quizá sea mejor no hablar sobre los días de resaca.)

Este fin de semana, intentando completar un aislamiento que nunca consigue, ha terminado de leer el último libro de Coetzee, Verano, situado como el cierre del ciclo «autobiográfico» que comenzaba con Infancia y seguía con Juventud (aunque esa etiqueta, le parece, también rozaría con Elizabeth Costello, con Diario de un mal año).

Por su afanosa necesidad de narrarse, las memorias son  un género adecuado para el turrante sentimental, pero estas memorias indirectas de Coetzee y, en especial, Verano le definen con una exactitud que le provoca entusiasmo o desazón o algo entre ambas.  Casi todo el mundo fantasea con una muerte trágica, sí, pero el deseo privilegiado de un melancólico es saber qué dirán de él tras su muerte. Ese querría ser su pacto fáustico: morirse ahora si es necesario, pero guardar un plazo de conciencia para ver las reacciones, para comprobar los pensamientos. (Ese pacto que, por supuesto, nunca llegaría a fijar, porque la melancolía siempre le dejará en el paso anterior a la decisión.)

Así, con ese simulacro de inadaptado, juega la historia de Coetzee: escribirse muerto, inventarse un biógrafo, desarrollar una voz a esas personas necesarias de la vida previa. La diferencia, y es ahí donde el turrante sentimental siente inquietud, es que Coetzee finge el pacto para comprender lo ridículo del pacto y de la persona que lo ha vivido. Su mirada biográfica se ha ido volviendo irónica a medida que la tragedia se adensaba. El personaje, el yo de Infancia era rencoroso, manipulador, narrado entre la frialdad y la culpa; el yo de Juventud era torpe y confuso, se dejaba mirar con ternura; el yo de Verano es un personaje perdido, fuera de lugar, abrumado y, sin embargo, no se habla de él con simpatía, sólo con pena o con desdén. Porque es ahí donde aparece la verdad del pacto: el novelista Coetzee puede comprender al hombre Coetzee, puede entender sus culpabilidades heredadas y asumir ese daño desplazado, pero sabe y muestra que, a su alrededor, el hombre Coetzee apenas producía otra cosa que cansancio, extrañeza y, al final, una risa baja, un poco crujiente y ahogada. Y así lo van cercando las declaraciones. Hace el amor como un autista, dice una amante. Cuida de su padre sin afecto, sin voluntad, culpabilizado tan sólo por la posibilidad de fallar a la obligación, de escaparse la deuda. Escribe cartas de amor filosóficas, espirituales, como tratados que confunden a quien pretende enamorar. Se identifica con una lengua y una tierra que no le corresponden, como si el regreso al inicio sirviese de expiación. «No, no era un ser excepcional, justo al contrario», repiten una y otra vez. Aquiescente, el novelista asume la posición del hombre y acepta el murmullo del resto de personajes, porque, de alguna forma, sabe que debe darles la razón a todos.

Tomado por esa distancia de la que normalmente carece, el turrante sentimental aún se hace ciertas preguntas tras el libro. ¿Es así, entonces, como se muestra él? ¿Es eso lo que causa cuando escribe esas cartas, esos mensajes, esos correos a personas pasadas, queriendo ser digno y comprensivo, intentando probar una nobleza sin rencores? ¿Como un tipo que llega a destiempo, pretendiendo afirmarse en la certeza de algo que, en realidad, ya no existe?

Ahí tienes un método, se dice el turrante sentimental, en vez de una respuesta.



Verano, JM Coetzee. [Mondadori, 2010] Trad. Jordi Fibla.

25.1.11

Aunques y porques del amor, del odio

John Ford: Centauros del desierto (1956)

- Lo que viste fue un pelele vestido con las ropas de Lucy. A Lucy la encontré yo en el cañón. La envolví en mi capote. Y la enterré con mis propias manos. Creí que era mejor no decírtelo.
- Pero… ¡era ella! ¿Está seguro?
- ¿Cómo quieres que te lo diga? ¿Dibujándotelo? Ya te lo he dicho. No preguntes más. No vuelvas a preguntármelo mientras vivas.

        El chaval que cree que canta bien ha visto Centauros del desierto y no ha notado nada especial. Quizá se lo esperaba. Porque en el mundo de afectos agraces que es el western lo normal es así: gente dura, de pocas palabras, sin miramientos. Por eso estuvo de acuerdo desde el principio, cuando irrumpe ese tipo oscuro, de ortopédica silueta aunque guapete, mirada cerril, trato huraño, machista, claro, y visceralmente racista: Ethan Edwards, un fuera de la ley empeñado en hacer de su vida una suma de capítulos de honor. En esta ocasión, persigue una tribu de comanches Nauyeki que ha matado a su hermano, su cuñada y sus sobrinos a excepción de una, a la que se llevan raptada. Seis años dura la obsesiva persecución, movida antes por el odio al indio que por cualquier tipo de sentimentalidad: “El indio, tanto cuando ataca como cuando huye, es inconstante, abandona pronto. No comprende que se pueda perseguir algo sin descanso, y nosotros no descansaremos. De modo que al final daremos con ella, te lo prometo. La encontraremos. Tan cierto como que la tierra da vueltas”. Esto, traducido al humano, significa: “sobrina, te -odio al indio- quiero”. Cómo sabe gastárselas John Wayne, piensa en su fuero interno el chaval que cree que canta bien.

        Y no le queda a la zaga John Ford -ese palomo ladrón- que firma aquí un auténtico manifiesto de fobias: los mexicanos, los indios, el ejército, las mujeres, los hombres… A todo lo que se mueve en el film le suelta una colleja bromista y disimula luego silbando, delegando en las licencias del arte cualquier tipo de reivindicación personal (privilegios de director).

        Con todo, la cosa no sólo funciona sino que hipnotiza. Aunque un indio muerto respire, aunque un río cambie de color según la toma o el día, aunque las distancias en una persecución cambien según el plano, aunque se alternen exteriores prodigiosos con decorados de cartón piedra, a pesar de la barriga de John Wayne, de los besos robóticos, a pesar de todo eso, te –odio al indio- amo (se dice, sorprendido por lo que se dice, el chaval que cree que canta bien).

        Porque un paseo en technicolor por el Monument Valley bien vale un momento (aunque Ford lo sitúe en Texas porque sí). Porque los personajes más sobreactuados (el héroe secundario Martin Pawley, la dudosamente moza Debbie Edwards, el viejo loco y pelín brujo Moss Harper y el impertinente de Charlie McCorry) dotan de encantador histrionismo una historia nada condescendiente con el espectador, incluida su moraleja final. Porque ciertos primeros planos no caben en la pantalla (casi ni en el cerebro). Porque las luces y las sombras de la fotografía hacen (sin adulterarla, sin modificarla) de la realidad ficción. Porque un rancho en mitad de ningún sitio recibe de cuando en cuando cartas postales con noticias del mundo y se celebra como un nacimiento, y eso conmueve a una piedra. Porque el humor negro, vamos a ser honestos, tiene su gracia. Porque Ethan está tan alienado por su objeto de odio que lo conoce a la perfección (¡si entiende el Uto-Azteca!), contradiciéndose encantadoramente. Porque incluso más allá de los méritos de la película, de un título tan anodino como The searchers nuestros traductores han extraído oro: Centauros del desierto. Y sobre todo porque su antihéroe:

          "- Lo ha jurado, ¿no lo has visto?
          - ¡Que deshaga el juramento!"

        Una delicia, en fin, estética y antiética; como a mí me gusta más, se complace en reconocer el chaval que cree que canta bien.



* Centauros del desierto (The Searchers). Dir: John Ford. Actores: John Wayne, Jeffrey Hunter, Vera Miles, Ward Bond, Natalie Wood. (Warner Brothers, 1956

21.1.11

Julián Rodríguez: Tríptico / Santos que yo te pinte

Entre las numerosas obligaciones del bedel gordito, la de abrirle la puerta del laboratorio a la señorita Gladys no es la menos importante. Eso ocurre dos veces por semana. También debe saludar con una leve inclinación de cabeza a los profesores que entran y salen del colegio. El bedel gordito odia la frase “la realidad supera a la ficción”, porque su realidad consiste en abrir puertas e inclinar la cabeza. Vale, también en mirar de reojo el trasero de la señorita Gladys. Pero la ficción, ay, sólo está en las novelas, que por lo general lo mantienen ocupado el resto del día.

Por eso ha leído dos veces Tríptico y una Santos que yo te pinte, las dos últimas novelas de Julián Rodríguez. ¿Por eso? Sí, por eso. El historial afectivo del bedel gordito puede consultarse en algunas páginas de Internet —concretamente, en las categorías “anime” y “housewives”—, pero de haber sido otra persona, no necesariamente Julián Rodríguez, el bedel gordito está seguro de que esos dos libros se parecerían a él.  Más que obras de ficción son novelas hechas de indicios, como si se tratara de textos escritos de memoria y la dislexia fuera el verdadero lenguaje de la memoria. Al terminar Tríptico, se preguntaba: de qué me han hablado, ¿de amor, de desamor, de amor propio? Aún no tiene una respuesta, pero sabe que la pregunta es ésa, no qué le han contado sino de qué le han hablado.

“La gente es feliz de una manera inquietante, dijo alguien después de la imagen fugaz de los gansos. Quienes  cavaban los huertos como padre, rezaban viejas oraciones, y rezaban cada día porque era consuelo gratuito. Sonaba todo como palabras retumbando en la caja del televisor, y el mensajero sonreía y me enseñaba su mano, llena de billetes y monedas. Es mejor perder para ir más ligero, creo que dijo luego, antes de desaparecer.”

Sí, podría formar parte de un poema de John Ashbery, pero no. Si Gordon Lish, el editor de Raymond Carver, se encargó de tacharle fragmentos de los relatos hasta dejarlos tal y como los conocemos, Julián Rodríguez ha optado por hacerlo todo él mismo. Lo explica en la Nota del autor: se ha pasado diez años quitando y reescribiendo hasta dar con el registro de estas dos novelas brevísimas. Casi como si se tratara de poesía, piensa el bedel gordito, pero sin resultar poético. Al bedel gordito le gusta la poesía prosaica de Ashbery pero detesta las novelas poéticas. Está bien, se dice, voy a volver a leerlas, pero esta vez lo haré pensando en la señorita Gladys.


*Santos que yo te pinte, de Julián Rodríguez (Errata Naturae, 2010). Diseño de la cubierta: David Sánchez, 2010. 
*Jualián Rodríguez. Foto: © Corina Arranz, 2010.

12.1.11

Sr. Chinarro / Pájaro Jack / Tannhäuser

Anoche, el muchacho del pueblo que estudia fuera estuvo en un concierto múltiple que organizaba, según creyó entender, alguna institución pública. En cualquier caso, él iba por ver a Sr. Chinarro, como tantos muchachos de pueblo.
Cuando empezó el concierto -con precisión horaria y sin cerveza, como es costumbre en las instituciones- el muchacho del pueblo que estudia fuera se sintió algo confuso. El concierto de Sr. Chinarro era acústico y sin banda, así que sólo estaba su cantante, Antonio Luque. Eso, sin embargo, no le disgustaba. Lo que le causó confusión fue notar que Luque cantaba mejor, pero de acuerdo con una medida de lo que es «cantar bien» que no le resultaba propia. Aquello que le había atraído siempre en la voz de Chinarro era el uso: una voz monótona, encajada como otro instrumento de la composición, flexible y a la vez rígida, que podía cruzar lo impersonal con el oído andaluz. Escuchar a Luque buscando tonalidades de cantautor era algo que no acababa de comprender. (Por el contrario, Luque seguía sin tocar muy bien la guitarra, pero no se fijó demasiado en ello.)
El muchacho del pueblo que estudia fuera empezó a incomodarse cuando comprendió que Luque, como solía hacer en los últimos años, no quería acercarse a la primera época de Sr. Chinarro, aquella anterior a El fuego amigo. Le cuesta entender que alguien haya compuesto El porqué de mis peinados o La primera ópera envasada al vacío y decida más tarde olvidarlos. Aquellas letras eran un juego, en ocasiones tal vez un juego excesivo, pero, a través de la escucha, de la nota suelta, del retazo hablado, también eran una forma de insinuar historias (como estar fisgando por los pequeños huecos de una persiana, decía el muchacho de pueblo que estudia fuera). Con las letras recientes le ocurre lo mismo que con la nueva voz de Luque: le hacen pensar más en un cantautor, con dejes moralistas de buen ciudadano, que en la inquietud indie de los principios. Reconoce que le sigue gustando El fuego amigo, quizá el último disco que puede apreciar de Chinarro; reconoce que «Los ángeles» o «Del montón»  o «El Gran Poder» también le conmueven, pero pocas veces encuentra ya en Chinarro aquello que le importaba entonces. Las canciones inéditas que Luque fue anunciando pusieron, de algún modo, una confirmación mayor de lejanía.
El segundo concierto, sin embargo, le sorprendió. Le sonaba el nombre de Pájaro Jack, quizá de verlos en algún bar. No esperaba que fuesen tan jóvenes, tan pulcros, como buenos estudiantes de un colegio marista. Pero desde las primeras canciones encontró detalles que le sorprendían, el ajuste de las voces, la discreta precisión del piano, las pequeñas pausas calculadas. A veces le recordaban a Wilco, con los desarrollos y las densidades instrumentales; a veces le hacían pensar en aquello que Lori Meyers podrían haber hecho si se hubiesen atrevido a seguir explorando cierto pop de armonías, entre The Zombies y Los Brincos. Le pareció algo emotivo y contagioso, como aquello que le hace disfrutar.
El muchacho del pueblo que estudia fuera no se quedó al concierto de Tannhäuser: en los diez minutos de intermedio, un par de amigos le propusieron acercarse a un bar.


*Los ángeles. Sr. Chinarro [Ronroneando, 2008]

8.1.11

Nacho Umbert: Ay...

En realidad, el chico de la bicicleta no sabe montar en bicicleta. Pero le avergüenza reconocerlo, así que, desde hace años, desde que era un crío, camina por el pueblo con la bicicleta de la mano, como si estuviera atravesando en su ruta un repecho que le exigiese ir a pie.

Ahora suele escuchar música mientras camina con la bicicleta. Siempre ha preferido el tocadiscos que heredó -o, mejor dicho, que se hizo heredar- de su abuela, que sólo tenía LPs de Olga Guillot y José Alfredo Jiménez; pero, desde que el panadero le trajo de la ciudad aquel mp3 plateado, la escena diaria de la bicicleta le resulta más sencilla, sobre todo porque ya tiene una excusa para no detenerse cada vez que alguien, con media sonrisa, le saluda durante el camino.

El chico de la bicicleta tiene un primo en Barcelona que le recomienda discos cuando viene al pueblo. De ese modo, ha descubierto que, por lo general, no le gusta la música que le gusta a la gente en Barcelona, aunque, como aún es joven, no sabe si interpretarlo con satisfacción o culpabilidad. Sin embargo, ahora le ocurre algo extraño, porque le gusta mucho un disco de un señor de Barcelona al que no conocía, Nacho Umbert. Al mismo tiempo, se pregunta si a la gente de Barcelona le gustan los señores de Barcelona, que es otra historia.

Lo que más le sorprende de este disco es que no sabe muy bien expresar por qué le atrae. Si le preguntasen qué ha estado escuchando, no sabría definirlo. Decir "cantautor" le parece escaso, decir "folk" le parece apartado, decir "indie" le parece confuso. En cualquier caso, esa dificultad le gusta, porque viene precisamente de los matices.

De algún modo, le gustan estas canciones porque son habladurías. Son como ir paseando por el pueblo, atravesar el bar, acercarse al ultramarinos, llegar hasta el salón de la casa de sus tías e ir, mientras tanto, tapándose y destapándose los oídos -bzz, bzz- para quedarse con frases: Ya ves, a la alcaldesa le ha salido el niño medio rarito. Pues si no vale para volver entero, pues yo no vuelvo. El nuevo que tienes tú es menos que el viejo que tenía yo. Ay qué xiqueta més bonica i més resabuda. Por el santo ya iremos echando celemín. Como si Nacho Umbert estuviera cantando o susurrando por una multitud, como si al hacerlo se diese cuenta de lo que otros dicen sin fijarse y sintiese por eso una ternura comprensiva, igual que el autor por sus personajes o igual que el chico de la bicicleta por los vecinos del pueblo. Tal vez se detiene menos en la música, porque es discreta, pero nota que la prefiere así, reducida, porque parece extenderse a partir de lo cantado. No lo recubre, no lo acompaña, simplemente suena como si estuviera ahí desde el principio. A veces distingue un cello, a veces un violín o una trompeta, todo le resulta propio de la canción, igual que el ruido de fondo en las conversaciones o una pieza oída cuando pasa bajo una ventana. Si tuviese que explicarlo, se dice al final de la escena de hoy, usaría la palabra necesidad.




Ay... Nacho Umbert & La Compañía [Acuarela, 2010].
"Confidencias en el palomar". Dir: David González.

7.1.11

Octave Mirbeau: Memoria de Georges el amargado

A veces Don Saturnino lee novelas breves, de esas que, en la descripción de la contraportada, llaman "decadentes".

Al principio las leía por equivocación, porque sus historias preferidas eran las de Marcial Lafuente Estefanía y pensaba que eso de "decadente" tendría algo que ver con las películas donde se ven pantorrillas de mujer, como aquella época en que la gente del pueblo se acercaba a menudo a Perpignan.

Con el tiempo se acabó aficionando a esas novelas. Casi nunca ocurría nada en las historias, pero los personajes, de un modo extraño, se parecían a él. Cuando leyó A la deriva, de J.K. Huysmans, no se sorprendía con el malestar de Jean Folantin, sino que lo entendía: un hombre que habría sido feliz si hubiese podido quedarse en su casa, o si hubiera encontrado un restaurante decente para comer cada día. El salón y el comedor eran lugares fiables.

Ayer terminó de leer otra de esas novelas, escrita por Octave Mirbeau: Memoria de Georges el amargado. Le ha resultado confusa, como un potaje que recopilase sobras, una sensación que ha tenido casi siempre con estas novelas. Pero él las ve tan sólo así, como excusas para un personaje, y por eso le ha parecido, de nuevo, que aquel tipo, aquel Georges, miraba las cosas de un modo semejante al suyo. Que no quisiera hacer compras a esos tenderos feos, sí, esa gente fea cuya fealdad parece expandirse por su propio negocio; que llamase "excelente" a su padre, un hombre que no tenía ninguna idea sobre nada ni sobre nadie; o que, al contemplar a una anciana muerta y tendida en el suelo, sólo pudiera fijarse en sus pies, que le causaban asco, como lo inacabado. Sí, todo aquello era algo que podría haber pensado él mismo. Don Saturnino aprecia a los escritores que llegan a pensar como él.


A la deriva. Joris Karl Huysmans [ Antonio Machado Libros, Madrid, 2010 ].Trad. Juan Díaz de Atauri.
Memoria de Georges el amargado. Octave Mirbeau [ Impedimenta, Madrid, 2009 ]. Trad. Lluís Maria Todó.

3.1.11

Derek Walcott: Garcetas blancas

La señora que está muy bien para su edad ha leído el último libro del poeta antillano Derek Walcott. Siempre le han gustado las descripciones exóticas y las analogías extrañas, los versos larguísimos y al mismo tiempo naturales de Walcott. También le gusta porque habla de pájaros y de viajes; los viajes literarios la llevan a ciudades a las que nunca ha ido, los pájaros consiguen que se sienta como en casa en esas mismas ciudades.

Pero en este caso, la señora que está muy bien para su edad no entiende el criterio del traductor. O sí lo entiende, pero no lo comparte. Mientras en el original las frases fluyen con naturalidad, en español la mayoría de los verbos han sido desordenados arbitrariamente o desplazados al final de las unidades sintácticas, como si en vez de al español se hubieran traducido al alemán. Y no es que el traductor desconozca la lengua inglesa, en absoluto, es que parece tener una noción de la poesía que no se ajusta a la del autor que traduce. En consonancia con lo anterior, el léxico rara vez se acerca a su equivalente del registro original. Walcott utiliza, por lo general, un lenguaje más o menos coloquial, pero también muy específico en lo tocante, por ejemplo, al ámbito de la ornitología o la botánica. Podría decirse que la versión española respeta bastante lo segundo, y algo menos lo primero. La palabra “chain” (cadena/grillete), por ejemplo, se traduce por “grillo”, “yellow” (amarillo) por “gualda”, “gull” (gaviota) por “gavia”, “beauty” (belleza) por “beldad”, “news” (noticias) por “nuevas”, etcétera. Asumiendo que poeta y traductor son ambos escritores/creadores, Garcetas blancas refleja la distancia entre quien escribe en base a lo que ha oído y quien lo hace en base a sus lecturas. Pero es que no es lo mismo un “esclavo sin cadenas” que un “esclavo sin grillos”, se dice la señora que está muy bien para su edad.

Así las cosas, la señora que está muy bien para su edad ha leído Garcetas blancas tratando de reordenar las frases por un lado, y por otro teniendo que alterar las palabras, con lo que la lectura del libro le ha resultado algo farragosa. Y le parece también que la combinación de una editorial con la  trayectoria de Bartleby, un poeta como Derek Walcott y un traductor que domina el inglés como Luis Ingelmo, podría haber dado algo mejor.

Pienso en un sitio exacto, cala del Cazador:
una rana dispara la lengua a las estrellas
y al tráfico; un manglar a la luz de fuegos fatuos
con la carga del ocaso y la explosión de un sapo
entre juncos, la noche regada por luciérnagas,
y el loco vals del cielo en el espejo del agua.

Derek Walcott

Garcetas blancas. Derek Walcott [ Bartleby Editores, 2010 ]. Trad. Luis Ingelmo.
Derek Walcott. Giuseppe Di Lernia. 22.06.07.