28.1.11

JM Coetzee: Verano

El turrante sentimental es alguien de costumbres, aunque preferiría no serlo. Es cierto que ya se conoce, pero no tanto como debiera, así que lo suyo acaba siendo un ir y venir entre la insistencia y la resistencia. Aunque cada cierto tiempo borra teléfonos costumbristas -exnovias, examigos, examantes, procuradores-, al final siempre se descubre llamando o escribiendo o hablando según su costumbre, produciendo una frase donde reaparece, con la fijeza de un horario europeo, aquella persona que el turrante sentimental juró no buscar otra vez. (La frecuencia de las costumbres aumenta en los días de resaca, pero quizá sea mejor no hablar sobre los días de resaca.)

Este fin de semana, intentando completar un aislamiento que nunca consigue, ha terminado de leer el último libro de Coetzee, Verano, situado como el cierre del ciclo «autobiográfico» que comenzaba con Infancia y seguía con Juventud (aunque esa etiqueta, le parece, también rozaría con Elizabeth Costello, con Diario de un mal año).

Por su afanosa necesidad de narrarse, las memorias son  un género adecuado para el turrante sentimental, pero estas memorias indirectas de Coetzee y, en especial, Verano le definen con una exactitud que le provoca entusiasmo o desazón o algo entre ambas.  Casi todo el mundo fantasea con una muerte trágica, sí, pero el deseo privilegiado de un melancólico es saber qué dirán de él tras su muerte. Ese querría ser su pacto fáustico: morirse ahora si es necesario, pero guardar un plazo de conciencia para ver las reacciones, para comprobar los pensamientos. (Ese pacto que, por supuesto, nunca llegaría a fijar, porque la melancolía siempre le dejará en el paso anterior a la decisión.)

Así, con ese simulacro de inadaptado, juega la historia de Coetzee: escribirse muerto, inventarse un biógrafo, desarrollar una voz a esas personas necesarias de la vida previa. La diferencia, y es ahí donde el turrante sentimental siente inquietud, es que Coetzee finge el pacto para comprender lo ridículo del pacto y de la persona que lo ha vivido. Su mirada biográfica se ha ido volviendo irónica a medida que la tragedia se adensaba. El personaje, el yo de Infancia era rencoroso, manipulador, narrado entre la frialdad y la culpa; el yo de Juventud era torpe y confuso, se dejaba mirar con ternura; el yo de Verano es un personaje perdido, fuera de lugar, abrumado y, sin embargo, no se habla de él con simpatía, sólo con pena o con desdén. Porque es ahí donde aparece la verdad del pacto: el novelista Coetzee puede comprender al hombre Coetzee, puede entender sus culpabilidades heredadas y asumir ese daño desplazado, pero sabe y muestra que, a su alrededor, el hombre Coetzee apenas producía otra cosa que cansancio, extrañeza y, al final, una risa baja, un poco crujiente y ahogada. Y así lo van cercando las declaraciones. Hace el amor como un autista, dice una amante. Cuida de su padre sin afecto, sin voluntad, culpabilizado tan sólo por la posibilidad de fallar a la obligación, de escaparse la deuda. Escribe cartas de amor filosóficas, espirituales, como tratados que confunden a quien pretende enamorar. Se identifica con una lengua y una tierra que no le corresponden, como si el regreso al inicio sirviese de expiación. «No, no era un ser excepcional, justo al contrario», repiten una y otra vez. Aquiescente, el novelista asume la posición del hombre y acepta el murmullo del resto de personajes, porque, de alguna forma, sabe que debe darles la razón a todos.

Tomado por esa distancia de la que normalmente carece, el turrante sentimental aún se hace ciertas preguntas tras el libro. ¿Es así, entonces, como se muestra él? ¿Es eso lo que causa cuando escribe esas cartas, esos mensajes, esos correos a personas pasadas, queriendo ser digno y comprensivo, intentando probar una nobleza sin rencores? ¿Como un tipo que llega a destiempo, pretendiendo afirmarse en la certeza de algo que, en realidad, ya no existe?

Ahí tienes un método, se dice el turrante sentimental, en vez de una respuesta.



Verano, JM Coetzee. [Mondadori, 2010] Trad. Jordi Fibla.

25.1.11

Aunques y porques del amor, del odio

John Ford: Centauros del desierto (1956)

- Lo que viste fue un pelele vestido con las ropas de Lucy. A Lucy la encontré yo en el cañón. La envolví en mi capote. Y la enterré con mis propias manos. Creí que era mejor no decírtelo.
- Pero… ¡era ella! ¿Está seguro?
- ¿Cómo quieres que te lo diga? ¿Dibujándotelo? Ya te lo he dicho. No preguntes más. No vuelvas a preguntármelo mientras vivas.

        El chaval que cree que canta bien ha visto Centauros del desierto y no ha notado nada especial. Quizá se lo esperaba. Porque en el mundo de afectos agraces que es el western lo normal es así: gente dura, de pocas palabras, sin miramientos. Por eso estuvo de acuerdo desde el principio, cuando irrumpe ese tipo oscuro, de ortopédica silueta aunque guapete, mirada cerril, trato huraño, machista, claro, y visceralmente racista: Ethan Edwards, un fuera de la ley empeñado en hacer de su vida una suma de capítulos de honor. En esta ocasión, persigue una tribu de comanches Nauyeki que ha matado a su hermano, su cuñada y sus sobrinos a excepción de una, a la que se llevan raptada. Seis años dura la obsesiva persecución, movida antes por el odio al indio que por cualquier tipo de sentimentalidad: “El indio, tanto cuando ataca como cuando huye, es inconstante, abandona pronto. No comprende que se pueda perseguir algo sin descanso, y nosotros no descansaremos. De modo que al final daremos con ella, te lo prometo. La encontraremos. Tan cierto como que la tierra da vueltas”. Esto, traducido al humano, significa: “sobrina, te -odio al indio- quiero”. Cómo sabe gastárselas John Wayne, piensa en su fuero interno el chaval que cree que canta bien.

        Y no le queda a la zaga John Ford -ese palomo ladrón- que firma aquí un auténtico manifiesto de fobias: los mexicanos, los indios, el ejército, las mujeres, los hombres… A todo lo que se mueve en el film le suelta una colleja bromista y disimula luego silbando, delegando en las licencias del arte cualquier tipo de reivindicación personal (privilegios de director).

        Con todo, la cosa no sólo funciona sino que hipnotiza. Aunque un indio muerto respire, aunque un río cambie de color según la toma o el día, aunque las distancias en una persecución cambien según el plano, aunque se alternen exteriores prodigiosos con decorados de cartón piedra, a pesar de la barriga de John Wayne, de los besos robóticos, a pesar de todo eso, te –odio al indio- amo (se dice, sorprendido por lo que se dice, el chaval que cree que canta bien).

        Porque un paseo en technicolor por el Monument Valley bien vale un momento (aunque Ford lo sitúe en Texas porque sí). Porque los personajes más sobreactuados (el héroe secundario Martin Pawley, la dudosamente moza Debbie Edwards, el viejo loco y pelín brujo Moss Harper y el impertinente de Charlie McCorry) dotan de encantador histrionismo una historia nada condescendiente con el espectador, incluida su moraleja final. Porque ciertos primeros planos no caben en la pantalla (casi ni en el cerebro). Porque las luces y las sombras de la fotografía hacen (sin adulterarla, sin modificarla) de la realidad ficción. Porque un rancho en mitad de ningún sitio recibe de cuando en cuando cartas postales con noticias del mundo y se celebra como un nacimiento, y eso conmueve a una piedra. Porque el humor negro, vamos a ser honestos, tiene su gracia. Porque Ethan está tan alienado por su objeto de odio que lo conoce a la perfección (¡si entiende el Uto-Azteca!), contradiciéndose encantadoramente. Porque incluso más allá de los méritos de la película, de un título tan anodino como The searchers nuestros traductores han extraído oro: Centauros del desierto. Y sobre todo porque su antihéroe:

          "- Lo ha jurado, ¿no lo has visto?
          - ¡Que deshaga el juramento!"

        Una delicia, en fin, estética y antiética; como a mí me gusta más, se complace en reconocer el chaval que cree que canta bien.



* Centauros del desierto (The Searchers). Dir: John Ford. Actores: John Wayne, Jeffrey Hunter, Vera Miles, Ward Bond, Natalie Wood. (Warner Brothers, 1956