18.2.12

Pedro Almodóvar: La piel que habito



—¿Es buena? ¿De qué va? —pregunta el chico de la bicicleta al bedel gordito.

—Pues va de un cirujano plástico que tiene a una chica encerrada en una habitación. El cirujano le está fabricando una piel resistente a los mosquitos. Marisa Paredes vigila a la chica desde unas pantallas que hay en la cocina. O sea, que Marisa Paredes está conchabada con el cirujano. La chica se aburre y hace yoga. Luego aparece un brasileño disfrazado de tigre que quiere entrar en la casa. Marisa Paredes reniega pero le abre. Mientras se come un pincho de tortilla, el brasileño ve a la chica en la pantalla, se pone orco, ata a Marisa Paredes, localiza la habitación y viola a la chica.

—Madre mía, cómo son los latinos.

—Sí, pero en ese momento llega el cirujano: ve a Marisa Paredes amordazada, al brasileño y a la chica en la pantalla y claro, ata cabos. Total, que le pega dos tiros al brasileño y luego nos enteramos de que eran hermanos y de que Marisa Paredes es la madre.

—¿El cirujano también es brasileño?

—Bueno, en realidad son hermanastros. El caso es que tiempo atrás la mujer del cirujano se había liado con el brasileño y al intentar fugarse habían tenido un accidente y a la mujer se le había quedado la cara regular. El cirujano se había jurado operarla hasta dejarla como estaba. Pero ella, viéndose fea, se había suicidado.

—Entonces, ¿el cirujano es viudo?

—Más o menos. El caso es que antes de lo del brasileño pero después de lo del accidente, el cirujano y su hija, porque tiene una hija, van a una fiesta. La chica conoce una muchacho llamado Vicente y salen juntos al jardín. Vicente se pone orco y la intenta violar pero a ella le da una pájara. Así que el chaval se va con su moto. El cirujano sale al jardín y encuentra a su hija desmayada, pero ve una moto alejarse. Y claro, ata cabos.

—Ummh.

—Vicente trabaja en una boutique con su madre y una dependienta lesbiana. Un día sale con la moto y el cirujano lo sigue, provoca un accidente y se lo lleva a su casa, que en verdad es un clínica ilegal. Luego lo seda y le practica un cambio de sexo.

—Así, ¿sin preguntar?

—Como te lo cuento. Y entre tanto, la hija se ha muerto por problemas de salud. A base de hormonas Vicente se convierte en la chica que hace yoga, que además es clavada a la mujer del cirujano.

—¿La de la cara regular?

—Más o menos. Y como la chica lo sabe se pone melosa para provocar al cirujano. Él se relaja y la deja ir de compras. En fin, a la primera de cambio la chica, o sea Vicente, le pega dos tiros al cirujano. Y a Marisa Paredes también.

—¡Atiza!

—¿Cómo se te ha quedado el cuerpo?

—Madre mía, un cirujano plástico ilegal, un travesti que hace yoga, una dependienta lesbiana, un violador disfrazado de tigre, pero… ¡Es una obra maestra!

—Sí.


Grooveshark

*Voy a ser mamá, Pedro Almodóvar.

7.3.11

Martín López-Vega: Adulto extranjero

Ella era una muchacha aseada a la que no le faltaban ofertas de matrimonio, así que a su madre se le rompió el corazón cuando se casó con José Alberto Fonseca, un atracador de gasolineras conocido en la comarca por su temperamento inmoderado. Cuando el hombre murió, a la madre le chocó que no fuera a causa de una reyerta o un tiroteo, sino de viruelas.

Desde entonces, y ante los continuos galanteos, la muchaha ya señora se escuda en el luto y piensa: ¡Con lo limpia que una duerme sin hombres!, haciendo de un verso de Jorge Gimeno una forma de vida.

En la cantina hay consenso: la señora está muy pero que muy bien para su edad.

El panadero le ha traído El hombre sin atributos, la Antología de poetas murcianos de Raimundo de los Reyes y Adulto extranjero, de Martín López-Vega. Este último parecía el más ameno, así que lo lee mientras acaricia a su gato (cuyo nombre es José Alberto Fonseca, más por falta de inventiva para bautizar mascotas, debe reconocerlo, que por exigencias del luto).

Adulto extranjero, dice el asturiano. El libro es el viaje de alguien enamorado de viajar y muy probablemente, al menos por momentos, enamorado a secas. ¿Puede ser rococó lo que se afirma sin énfasis? Sophia de Mello aseguraba que la poesía es una moral y que su biografía estaba en su obra. López-Vega suscribiría ambas cosas para luego desdecirse en sus poemas: se ríe de la moral (escribe follar cuando lo que en verdad quiere decir es follar) y hace de sus peripecias poemas, no biografía. Porque a la señora que está muy bien para su edad nunca le han robado la ropa mientras se bañaba con un hombre, y menos con José Alberto Fonseca, pero la escena le resulta familiar de esa forma rara que mezcla un recuerdo de juventud y varias fantasías (nunca admitiría que el panadero le hace tilín).

Déjame, Sentido, no me des distancia ninguna
para mejor ver, quiero sólo guardar
lo hermosa que fue la noche que nos robaron todo.

Le parece que el libro incluye algún poema prescindible (Instrucción para la elaboración de colores para la pintura, Epifanía de la poesía, por ejemplo), pero no puede decir que sean peores porque disuenen del resto, sino porque ella ve las cosas de otro modo. Virtud de la poesía confesional: un orzuelo de estilo pueden ser también presbicia del ojo lector. Relativismo, se dice, pero algunos días una necesita volver a lo seguro, aunque sea en forma de inseguridad concienzuda, de tanteo implacable. Ciudades que no ha visto, amores que le son ajenos, todo se le hace cercano porque así está escrito. La profilaxis de otros poetas es aquí lubricidad. La nostalgia envasada al vacío que llena sus estanterías es en Adulto Extranjero un himno al presente. Mientras otros jóvenes (jóvenes comparados con la señora que está muy bien para su edad) proclaman la tentación del lenguaje, Martín López-Vega busca la intensidad en las cosas: los periódicos, las sillas, ciertos recuerdos que siguen ahí.

Y una acaba queriendo más, sintiendo mejor. Ay, el panadero, el único hombre de Hombre lento que si supiera, si quisiera…







28.2.11

Amigos del alma, pero lo justo

John Ford: Dos cabalgan juntos (1961)

-Bueno, qué vas a tomar, ¿una cerveza?
-Sí, claro, tomaré la tuya. Salud.

Bembaré (y su cuchillo) vino a Hombre Lento hace no más de unos años. El mismo día de su llegada, según las crónicas de Patio de vecinos (el noticiero municipal), tuvo un pequeño altercado con el chaval que cree que canta bien. Ya se sabe que las lenguas a menudo se salen de las bocas, pero algo en verdad debió de ocurrir cuando todos recuerdan la efeméride: precisamente hoy, día equis del mes tal. Según se dice, decía, se enzarzaron en una brusca discusión sin motivo previo y, lo que resulta más insólito aún, sin mediar palabra: sólo a través de miradas torcidas, aspavientos desafiantes, resoplidos que quedaban flotando unos segundos en la inquietante atmósfera de la cantina. Como el código era difícil de interpretar para quienes contemplaron la escena, nunca en el pueblo se supo quién ganó ni con qué secretos argumentos, pero lo cierto es que desde entonces entablaron una atípica amistad, que manifiestan sin pudor en público discutiendo y abrazándose alternativa, compulsivamente. De eso se habla hoy.

A mí me recuerdan a los personajes de James Stewart y Richard Widmark en Dos cabalgan juntos: un sheriff ocioso y corrupto junto a un militar disciplinado que se ven obligados a un delicada tarea: pactar con los comanches la devolución de niños y mujeres tiempo ha cautivos. Por encima de la anécdota y sus tópicos (que nada tienen que ver, según mis informes, con Bembaré y el chaval), el modo en que dos hombres virilísimos se entienden y cuidan me parece enternecedor: ni una muestra de cariño a pesar de la admiración profunda y mutua (“Haces un café realmente asqueroso, Jim”). Y esas insolencias a modo de casi cumplidos acaban contagiando de humor las situaciones más tensas y comprometidas. Ese es el espíritu: incluso en los momentos de la misión en que se juegan la vida, nunca un chiste, nunca una tomadura de pelo resulta impertinencia. ¿He dicho un chiste? No, desde luego que no. Me refiero al tono, a su actitud, a la comicidad innata a toda tragedia, a ese modo que tenemos los humanos de quitarle importancia a lo que, bien pensado, tampoco la tiene: la desgracia, el peligro, el miedo, los males de amores, la precariedad, etc. Como dicen en Hombre Lento, “todo tiene remedio menos la muerte”. Y tampoco la muerte es tan sagrada como para no aceptar una buena sarta de burlas. Pues eso: qué sería del western, esa épica contemporánea, sin la asistencia continua de episodios irónicos, por no decir disparatados. Y si dos se echan juntos a los caminos jugándose el pellejo, habrá tantas ocasiones para el insulto y la amenaza como para brindar con cerveza hablando de negocios y mujeres que... En fin, ya no se hacen hombres como los de antes.

Así entendido, Bembaré (y su cuchillo) y el chaval que cree que canta bien se tratan como deberíamos tratarnos todos. Quiero decir: ¿por qué celebrar una efeméride de algo que debiera ser cotidiano? ¿Alguien ha escuchado que se celebre el día mundial de la respiración, o el día mundial del color amarillo, o el día mundial de la rotación terrestre? Definitivamente los raros son los otros.




18.2.11

Nacho Vegas: La zona sucia

Desde que el panadero se lo trajo de la ciudad, el chico de la bicicleta ha estado escuchando el nuevo disco de Nacho Vegas, La zona sucia. Siempre ha tenido una querencia especial por sus canciones; sin embargo, este último disco le está decepcionando. Y se lo ha comentado en el bar a su amigo, el calvo vocacional:

ECB: Hay algo que no comprendo bien de este disco. Para empezar, la música es neutra, casi anodina. Está desajustada. Ni hace más intenso el texto, como ocurría en Cajas de música difíciles de parar, ni acaba de encontrar melodías que permanezcan, como en El tiempo de las cerezas o El manifiesto desastre...

ECV: Sí, se ha peralizado un poco, ¿no?

ECB: Hombre, ya que dices lo de Perales, me da por pensar en esas jaurías de niños que hacen coros en el disco: ¡tres canciones seguidas! Parecen buscar la inocencia, la redención, pero más bien provocan neurastenia… (Por cierto, en «Lo que comen las brujas» te juro que un crío grita «Hala Madrid»…). Toda la producción me parece confusa, los instrumentos se apiñan sin permitir detalles, ni matices... Como en «La gran broma final»: era una canción acústica casi perfecta y se ha convertido en no sé qué forma de planicie épica (a pesar de la letra…).

ECV: Al escuchar un disco nuevo de alguien a quien se sigue, uno siempre se debate entre el placer (y el rechazo) del descubrimiento y el placer (y el hastío) del reconocimiento. En este disco los segundos quizá pesan más que los primeros. Yo creo que sigue manteniéndose más o menos equidistante de esos dos polos, y no me negarás que tiene buenos momentos… «La gran broma final», el eco de Foster Wallace y las alusiones a Loriga…

ECB: Bueno, hay momentos, sí. Pero casi todas las canciones ganarían con una estructura más discreta, donde la producción no hundiese la emoción… Aunque lo peor sea esa sensación de monotonía, falta la angustia de antes, el modo en que las canciones amenazan con descubrirte algo que no quieres. Eso que me atrae de NV.

ECV: A mí la angustia me angustia un poco, la verdad. Y no entiendo por qué ha dejado fuera Marquesita, esa canción en la que aullaba amor.

ECB: En eso estoy de acuerdo. NV tiene una forma sinuosa de gestionar su talento: deja sin grabar canciones excelentes («El fulgor»), convierte otras en caras B («Mi Marilyn particular», «Al final te estaré esperando») y, en cambio, incluye en sus discos algunas naderías («Lole y Bolan», «Perplejidad»)…

ECV: Yo creo que no ha perdido el don de la autocrítica, o sea, la capacidad para no gustarse siempre, como le ocurre a Calamaro…


[Nacho Vegas se explica aquí]




Nacho Vegas: La zona sucia (Marxophone, 2011)

15.2.11

Males del cine español

La democracia ha encontrado en el sistema de prejuicios de lo políticamente correcto la máscara perfecta para el totalitarismo al que reemplaza. Así, algunos de los defectos tradicionales del intelectual (el arribismo, la autocomplacencia, el exhibicionismo) son ahora esgrimidos como virtudes por la varita mágica de lo correcto. Actores y directores aparecen a menudo en manifestaciones y campañas políticas con el mismo argumento: ofrecen su cara por una buena causa. En algún caso puede ser así, pero a menudo parece lo contrario: escudan tras esas causas la necesidad de verse en pantalla.

El hijo de Blas ha visto con frecuencia cómo se reparten nominaciones y premios entre películas de corte social. Lo que le molesta no es sólo que se valore la intención de las obras y no las obras en sí (es decir, que se confunda buena voluntad con excelencia artística), sino la sensación de que los directores utilizan esas causas en su propio beneficio. Aunque las denuncias sean respetables, con ellas se desvirtúa, al mismo tiempo, el cine y las injusticias.

Tras décadas de producciones sobre la guerra civil —que responden a la necesidad de hacer justicia más que a la de hacer cine— vivimos en la era del cine social: paella mixta de feminismo cósmico y palotismo de autor (Caótica Ana/ Habitación en Roma), trilogías paupérrimas (Barrio/ Los lunes al sol/ Princesas), manipulación emocional (Mi vida sin mí), panfletos pacifistas (La vida secreta de las palabras), violencia de género (Te doy mis ojos), etc.

Si a todo ello sumamos el provincianismo endémico, piensa el hijo de Blas, no sorprende la situación actual: paseo de las estrellas en Valencia, gala de los Goya, concepción del cine como industria, salas vacías, acoso a internautas, colectivos que hacen de la necesidad victimismo para exigir su cuota de ayudas directas.

El didactismo, la militancia y el predicamento que en otro tiempo despachaban los curas ahora lo administran los directores de cine, piensa el hijo de Blas. Últimamente, va al cine cuando puede escuchar la voz de los actores y se lo descarga cuando la película que quiere ver sólo se proyecta doblada. Así que a menudo sólo puede ir a ver cine de aquí, es decir, cada vez va menos al cine. La pregunta no es cuánta gente ha dejado de ir al cine por culpa de las descargas, sino qué porcentaje de esas descargas se corresponde con cine español.
[Otros puntos de vista aquí]

9.2.11

Ojos verdes contra ojos azules

Sergio Leone: Hasta que llegó su hora (1968)

-Te dije que sólo los asustaras.
-El que muere se queda muy asustado.

El chaval que cree que canta bien viene cantando. Aunque tengo mis dudas; no me atrevería a jurar (por Juan Carlos Abril) que eso, estrictamente, es cantar: con la nuez botándole al tiempo que gira sobre sí misma, produce una mezcla de aullido de loba y frenazo de tren. El aire sale aturdido por ese chirrido atroz que a él (sin perspectiva acústica, sin novia que le corrija y sin embargo) le suena astral.

Aunque tiene una buena coartada para hacer el ridículo así: no está cantando, intenta emular el silbido de una armónica (ese tipo de psicodelia para todos los públicos que aprendió del maridaje Leone-Morricone, auténticos fundadores de una América ficticia). Recuerda un duelo entre Charles Bronson y Henry Fonda, ojos verdes contra ojos azules, donde una armónica se demora en un monólogo interior sólo interrumpido por un único y certero disparo final, tras diez minutos de tiempo congelado. Pues bien, eso está recreando interiormente, pero como no tiene con quien batirse, ha de hacer las veces de antihéroe bueno, antihéroe malo, director, BSO y público: cuando decide que ha acabado abre la boca y emite una ovación sorda.
Pero ya sabe uno cuán caprichosamente procede la imaginación, que una cosa lleva a la otra y… La Cardinale sudando carne en un catre con el tirano Frank (ahí es el tirano), la Cardinale entre espumas y agua caliente en presencia de Armónica, el atormentado (y ahí es el atormentado), la Cardinale repartiendo agua fresca a una hueste de obreros (eso le lleva más tiempo: se ha propuesto ser, uno a uno, todos los obreros), la Cardinale. Cuando en un momento de intimidad un amante repentino le pregunta si le gusta la vida, ella lanza su boca húmeda y esponjada como única respuesta; “Eres una víbora”, y entonces gime otro poquito casi apagadamente. Ay, qué belleza impura entre tanta impureza.

Por dónde iba. Se queda detenido, rememorando escenas: escucha el rumor del mar en un charco de lodo, especula con los silencios y las miradas, pone caras y escupe para resultar sucio y feo pero arrebatador, prueba a declamar a dos voces algo que lleva años esperando poder soltar sin que hasta el momento le haya surgido la ocasión:

-He tenido mucho cuidado, no puede haberme seguido nadie. Eso es lo primero que he aprendido trabajando contigo: escuchar como si no viera y mirar como si no oyese.
-Pues aprende también a vivir como si no existieras.

Etc.

En fin, ha resultado un bonito paseo por los desiertos de Almería y EEUU, pero ya se hace tarde. Debe volver a la realidad: ha quedado en media hora para contar canicas con su abuela, que no se halla. Y ahí va, enfundando con maña su revólver invisible. El chaval que cree que canta bien.

3.2.11

La plaza del pueblo, el mapa del mundo

El abuelo socialista posee dos mitos que le ayudan a mantener estable la realidad: el Pueblo y el Progreso. Aunque hace cierto tiempo que su segundo mito le causa inquietud. Sí, le gusta internet, compra libros desde el pueblo, ve partidos del Sporting, está al día de los entierros –acumulados ya– de otros que le acompañaron en su tiempo de emigrante. Pero le angustia ese modo de exposición, de vida retransmitida que proporcionan tantos artilugios que no sabe usar ni pronunciar (¿fraifud? ¿yusuf?). De repente, las cosas se dicen, se ven, se comentan cuando aún no se han completado. Se esparcen las imágenes: lo que veían diez es ahora la visión de miles. («El juicio a partir de las imágenes, nunca el juicio de las imágenes», piensa el abuelo socialista, recordando una escena en el libro de Peter Handke sobre Yugoslavia, tan incómodo en sus dudas). La denuncia se amplifica igual que la habladuría.

Piensa en esto después de leer la «polémica» -esa palabra mangoneada, piensa el abuelo socialista- sobre los chistes «desacertados» de un director de cine, Nacho Vigalondo, al que conoce poco (véase aquí). Tampoco a él le parece que el Holocausto sea un argumento apropiado para el humor. Sin embargo, le inquieta cómo se construye esa «noticia». Hay una frase equivocada ante un público, como el día en que el alcalde se ciscó en el concejal de festejos. Entonces vienen los artilugios, y los comentarios de comentarios, distribuidos y reenviados después, resumidos y recortados al final, sintetizados en artículos que sintetizan artículos. Y la gente habla a partir de ahí, no vuelve al principio, no pondera: sólo repite, reformula, adapta. Y comienza el linchamiento de oídas.

No, el abuelo socialista no sabe muy bien qué hacer con su mito.


















[Tira del hilo aquí y aquí]